Me gusta tanto el tema de la ansiedad, que seguiré abordándolo por siempre. La ansiedad es una emoción que puede tener múltiples orígenes. Y este contexto de pandemia puede parecerle propicio a nuestros antiguos conflictos para aflorar, incluso con más fuerza.
Nuestra traviesa psiquis inventa curiosas maneras para manifestarse, y a veces cuando ya ha pasado la tormenta, y entramos en una relativa “calma” (o en una “nueva normalidad” de calma) aparecen con fuerza nuevas o antiguas señales (o síntomas) de que eso que antes molestaba y que dejó de molestar por un tiempo, sigue ahí, y no ha mejorado por arte de magia o por obra del COVID-19.
Es así como la ansiedad “muta” y no precisamente para volverse buena persona. Ahora puede darnos ansiedad hacer videollamadas, tener clases online, hablar por teléfono, mostrar algo que hemos hecho, escribir una opinión, sacar la voz, decir lo que sentimos.
Esto podría tratarse de ansiedad social. O simplemente puede ser vergüenza. La vergüenza es uno de los sentimientos más comunes y más complejos del ser humano.
Es una representación mental que toma forma cuando entendemos que también existe el mundo del otro y comenzamos a notar su mirada y a vernos reflejados en ella pues, como decía charles darwin, “es el pensar lo que los otros piensan sobre nosotros lo que nos hace enrojecer”.
Cuando la vergüenza se vuelve una emoción casi permanente, que limita nuestro funcionamiento cotidiano e impide que nos adaptemos a los cambios del entorno, podemos estar frente a un problema. Sobre todo si esa vergüenza es tan intensa que nos hace querer vivir ocultando la cabeza bajo la tierra como el avestruz.
La cuarentena en ese sentido puede estar “salvando” a muchos avergonzados de tener que exponerse (al salir de casa, ir al colegio, trabajo), pero sigue ahí, y seguirá cuando todo esto acabe, acaso potenciada.
Afortunadamente en la actualidad existe bastante conocimiento de este tema y sobre cómo abordarlo de maneras eficaces.